En esta actividad vamos a trabajar la escritura creativa a partir de cuentos infantiles. Versionaremos los cuentos y presentaremos una alternativa escrita a partir de los mismos personajes, de la situación básica o mezclando unos cuentos con otros. Eso sí, debemos seguir las pautas que se han indicado a cada alumno en cuanto a la utilización de una clase de narrador (externo, interno, con sus tipos correspondientes).
La propuesta arranca de la llamativa comparación entre la historia conocida por los alumnos, la muy edulcorada versión de las películas animadas, y la redacción original de las narraciones de Charles Perrault, los hermanos Grimm o Hans Christian Andersen. Si ha sido posible modificar los cuentos originales antes, ¿por qué no hacerlo ahora nosotros? Ofrecemos solo dos ejemplos de la primera versión, Cenicienta y Blancanieves, para que se vea de qué tratamos. Bibliografía no falta.
(Aviso de que son historias crueles y que os destrozarán la visión que tenéis de estos populares personajes. Y no digo más)
En La Cenicienta, los orígenes del personaje no fueron tan adorables en su versión original como en la muy conocida e instalada de la película de Disney. Toda la crueldad que la pobre Cenicienta tuvo que sufrir en manos de su dominante madrastra quizás fue bien merecida. En las versiones más antiguas de la historia, esa pelín más siniestra Cenicienta consigue asesinar a su primera madrastra rompiéndola el cuello para que su padre se case con el ama de llaves. Por otro lado, no existe el Hada Madrina. A la joven la ayudan unas palomas que viven en un árbol que creció sobre la tumba de su madre. Cuando el príncipe la busca con el zapato, la madrastra obliga a una de sus hijas a que se corte un dedo del pie para que le quepa. Ya os imagináis el panorama: un zapatito de cristal tan mono… El príncipe es avisado del engaño por las palomas –igual si no no se entera– y además ve cómo sangra el pie, cosa que le puso la mosca en la oreja. La otra hija se corta el talón, también obligada por la madrastra, pero tampoco logra engañar al avisado y avispado príncipe, que tendrá que dar un agua al zapatito, madre mía. Finalmente, en la boda de Cenicienta, esas dulcísimas palomas angelicales le sacan un ojo a cada una de las ambiciosas hermanastras a la entrada de la iglesia y el otro a la salida. Como solo tenían dos, quedan irremediablemente ciegas. El cuento concluye con las hermanastras mendigando en las calles mientras Cenicienta vive con el príncipe en su castillo.
Blancanieves: En el cuento de los hermanos Grimm los enanitos colocan a Blancanieves, envenenada por la reina a través de una manzana, en un ataúd de cristal. Un buen día, un príncipe se topa con el cadáver y decide llevárselo consigo, ve a saber para qué quería un fiambre el bueno del príncipe. El trotecillo del caballo provoca que el trozo de manzana salga de la garganta de Blancanieves y acaban casándose, como no podía ser de otra manera. Al final de la versión original alemana, la perversa reina es fatalmente castigada por intentar asesinar a Blancanieves. Como suele, la pérfida señora le pregunta al espejo mágico quién es la más bella y cuando este le responde que Blancanieves no se lo puede creer porque la creía muerta. Va a la fiesta del enlace entre la resucitada y el príncipe necrófilo y al ver a la joven se queda petrificada; entonces, con unas tenazas, traen unos zapatos de hierro que habían puesto al fuego y se los calzan a la fuerza. La malvada reina es obligada a bailar usando esos zapatos rojo vivo hasta que cae muerta.
Ya he dejado en el blog con anterioridad algunos ejemplos de relato basados en Caperucita roja aquí y también una versión políticamente correcta de James Finn Garner. Hoy os propongo otras dos versiones, para que completéis un panorama riquísimo que casi no se puede abarcar. A ver qué os parecen.
VERSIÓN AMNÉSICA
– Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
– ¡No Roja!
– ¡AH!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: «Escucha Caperucita Verde…»
– ¡Que no, Roja!
– ¡AH!, sí, Roja. «Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de patata.»
– No: «Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel».
– Bien. La niña se fue al bosque y se encontró a una jirafa.
– ¡Qué lío! Se encontró al lobo, no a una jirafa.
– Y el lobo le preguntó: «Cuántas son seis por ocho?»
– ¡Qué va! El lobo le preguntó: «¿Adónde vas?».
– Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
– ¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
– Sí y respondió: «Voy al mercado a comprar salsa de tomate».
– ¡Qué va!: «Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino».
– Exacto. Y el caballo dijo…
– ¿Qué caballo? Era un lobo
– Seguro. Y dijo: «Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle».
– Tú no sabes explicar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?
– Bueno: toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.
Gianni Rodari, Cuentos por teléfono
VERSIÓN RIMADA
Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
«¿Puedo pasar, Señora?», preguntó.
la pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando: «¡Este me come de un bocado!»
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
«Sigo teniendo un hambre aterradora…
¡Tendré que merendarme otra señora!»
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
«¡Esperaré sentado hasta que vuelva
Caperucita Roja de la Selva!»
que aquí llamaba al Bosque la alimaña
creyéndose en Brasil y no en España.
Y porque no se viera su fiereza.
se disfrazó de abuela con presteza,
se dio laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperu a mediodía
y dijo: «¿Cómo estás, abuela mía?
Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!».
«Para mejor oírte, que las viejas
somos un poco sordas». «¡Abuelita,
qué ojos tan grandes tienes!. «Claro, hijita,
son las lentillas nuevas que me ha puesto
para que pueda verte Don Ernesto
el oculista», dijo el animal
mirándola con gesto angelical
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el rancho precedente. De repente,
Caperucita dijo: ¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!».
el Lobo, estupefacto, dijo: «¡Un cuerno!
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo…? Oye, mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa».
Pero ella se sentó en un canapé
y se sacó un revolver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
y -¡pam!- allí cayó la buena pieza.
Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque… ¡Pobrecita!
¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
Pues nada menos que un sobrepelliz
que a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.
Roal Dahl, Cuentos en verso para niños perversos