La descripción grotesca (y 2): Maritornes y otros casos cervantinos


Quién nos diría que Dulcinea del Toboso es, tal y como la define Sancho, un poco hombruna:

«—Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzado zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire»

No se trata, desde luego, del ideal de belleza femenino que puede don Quijote alojar en sus sesos (1). Pero sobre todos los personajes, está el autor, cómplice en la burla, que permite los equívocos. En medio de grandes malentendidos, tiene lugar una descripción grotesca memorable, de acuerdo al concepto de época turpitudo et deformitas ‘torpeza y fealdad’, que mueve a risa). En el comienzo del capítulo I, 16 se nos invita a contemplar a Maritornes de esta guisa:

Servía en la venta asimesmo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.

En pocas palabras, es carirredonda y gordezuela, chata, tuerta y medio cegata del ojo bueno, canija y corcovada, o sea, chepuda. No tiene desperdicio, la pobre. Pues bien, cuando en plena escapada nocturna la zagala procura solazarse con un arriero a quien busca medio desnuda («en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán»), Don Quijote, a pesar de encontrarse molido, agarra al engendro de la muñeca y la sienta a su lado en el camastro, imaginando que viene a requerirle de amores, a él, ese pedazo de Don Juan, siempre tan gallardo como agraciada ella:

Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mesmo sol escurecía; y el aliento, que sin duda alguna olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación, de la misma traza y modo, lo que había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el malferido caballero vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto ni el aliento ni otras cosas que traía en sí la buena doncella no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura.

No puedo con la vida. Es una secuencia inolvidable. Fijaos, además, en que el hidalgo hizo, como siempre, caso omiso de la realidad y «la pintó en su imaginación», exactamente igual que a Dulcinea:

Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar, más que otras; que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa, ninguna le iguala; y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina (I, 25)

Porque yo lo valgo, que diría aquel.

En la misma línea de las serranas de Juan Ruiz, las feas de Cervantes son hombrunas, carirredondas, chatas (con todo lo que conlleva el asunto: «puta y chata, con lo segundo basta», decía un refrán alusivo a la sífilis, aunque no hace falta irse tan lejos. Ser chata, en términos amplios, es ser fea); así se describe a las mujeres rústicas y feas, con un tufillo particular, a más a más. Por ejemplo, la moza del Toboso que encarna a Dulcinea (por obra de malvados encantadores que la han transformado) se nos presenta de este modo, carirredonda y chata, y añade Sancho:

—Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor, que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.

Por supuesto, Sancho se ha liado, y por eso don Quijote apostilla:

—Mas, con todo esto, he caído, Sancho, en una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura: porque, si mal no me acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que parecen de perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los dientes.

—Todo puede ser —respondió Sancho—, porque también me turbó a mí su hermosura como a vuesa merced su fealdad.

Nota (1): Y esto dejando el nombre, tan grosero, dado a motes y refranes en el tiempo, como que «a falta de moza, buena es Aldonza». El nombre hace el objeto, según sabe el caballero (sobre estos asuntos, recomiendo Otra forma de leer el Quijote, de Agustín Redondo): por eso bautiza a su caballo tras largas cavilaciones, y no menos empeño pone en el de su dama o en el que lo adorna a él mismo. Trocar el «Aldonza» por «Dulcinea», no es moco de pavo. 

Ejercicios:

1. ¿Qué es una caricatura?

2. Escribe un retrato caricaturesco de tu mejor amigo o de ti mismo. 

3. Localiza alguna caricatura que haya aparecido en los medios de comunicación. Analiza sus procedimientos. ¿Qué elementos predominan? ¿Qué diferencia este tipo de descripción de una etopeya o de una prosopografía estándar? ¿Dónde está el límite entre el humor y la vejación? ¿Qué implica la justificación iocandi causa

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